sábado, 20 de mayo de 2017

Hubo un tiempo, al igual que os pasaría a vosotros, en los que había que escribir, por obligación, las dichosas redacciones del colegio. La tarea más difícil a la que tenía que enfrentarme. Me pasaba un buen rato mirando el cuaderno y preguntándome cómo empezar. Una vez que había conseguido redactar el primer párrafo, a ver con qué rellenaba el segundo. Y así minuto tras minuto hasta concluir el relato. Con lo fácil que era hacer el resto de las tareas, incluido el dibujo, que aunque los míos eran bastante penosos, prefería dibujar a escribir. Pero había que hacerlo, máxime cuando eres una persona a la que desde niña te han enseñado a cumplir con tus obligaciones. No recuerdo que hubiera día en el que yo fuera con las tareas sin hacer, no cabía en mis esquemas. Llegaba el peor momento, dar un final a la historia. ¡Mierda! Entonces recurría al mejor de los trucos que jamás se me ocurriera. Cuando no sabía por donde seguir y el tamaño de la redacción ya era el establecido por el profesor de turno, hacía que el protagonista de la historia despertara de un sueño, simplemente eso, lo contado  no era más que lo que le había venido pasando mientras dormía. Tarea resuelta.
 




Escribir no es tarea sencilla. Recuerdo hace unos cuantos años que me tocó hacer el discursito de despedida de los alumnos de cuarto de la ESO. La directora de aquel instituto tenía por costumbre encasquetar el marrón a los dos profes que cada año NO fueran capaces de argumentar una buena excusa. Lo mío fue suerte pues para el acto de clausura del curso escolar, en la ceremonia de segundo de bachillerato, la más difícil, ya había candidato. Quedaba el pringado que cerrara el acto de cuarto. De eso No me libré. Nuevamente el ser responsable que es uno aflora y tuve que acometer la tarea. Una página y "iau", que dicen los valencianos. Se me ocurrió que Mario lo leyera, pues él sí es un fantástico escritor de salón. "Esto es horrible". Yo, que había volcado un poquito de mi alma en aquello, que hasta me parecía apropiado y decente para la ocasión, me dejó hecha polvo. Sin embargo, cogió el texto, cambió tres palabras y dos expresiones, me sugirió que incluyera un golpe de humor y aquello fue mágico, se transformó en algo francamente bonito. No entendía nada, si total sólo había dado dos pinceladas pero os aseguro que fueron fundamentales. Ahora venía la siguiente parte, leerlo en público. Porque una cosa es dar clase y hablar con los alumnos, y otra bien distinta hacerlo en un salón de actos. La solución vino nuevamente de la mano de Mario y la medicina. Ni la relajación ni otras prácticas hubieran sido tan efectivas. Un Valium antes de dormir y un Sumial con el desayuno. Para un ser atormentado e insomne como yo, eso no me tumba, sólo relaja, ja ja, ja.



Un año de teatro, fijarme en lo que hacen los grandes, pensar y perder el miedo al ridículo, dormir poco y tener un público amable, hacen el resto.



Gracias. Pero escribir no es agradable ni sencillo.

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